9 de marzo de 2014

Nuestras mascotas.

Volviendo atrás en el tiempo hasta los años mozos en Guadalajara, no tengo recuerdos de perros callejeros en la ciudad, esa realidad tan común que uno observa en las calles de Santiago a diario, allá no había. Con el tiempo supimos que no se debía a que fueran desarrollados, por el contrario, ante los altos índices de perros vagabundos, los gobernadores de Jalisco, de tanto en tanto ordenaban matanza absoluta de canes.
En cambio existían, si bien los menos, amigos o cercanos de mis padres que tenían mascotas perrunas. Los más viviendo en la azotea de sus casas, los pocos conviviendo con ellos como nuestras vecinas españolas, las señoritas Arceluz, que tenían a la Chiquita, una perrita quiltra de estatura media, color miel, patitas blancas, entera peludita lanosa y muy cariñosa y buena, que era la luz de esas tres mujeres.

Antes de conocer a la “Chiquita”, supimos de un Doberman, feo como lo son, para mí, los perros de esa raza, que para su pesar, el dueño y amigo de mi papá, lo bautizó a saber por qué ¿no lo querría? Como Pinochet.Para esos entonces y los tiempos que corrían, en los que nosotros que veníamos llegando a Guadalajara expulsados de Chile (1975 – 1976), era un poco fuerte que una mascota llevara ese nombre siniestro, porque en apariencia no son precisamente dulces y encantadores, en cambio si colmilludos que gustan de mostrartelos no solo cuando ladran. Por eso es que aprovechando esas caracteristicas, los usaban de guardianes del hogar, solo que desde el techo. Y corría la leyenda que si les dabas de comer carne cruda y bien ensangrentada, el perro se hacía mucho más agresivo, feroz y malo, que ante todo lo que no fuera su familia, tiraba a atacar y morder. Pues a saber si sería verdad o no, pero lo que si es que al tiempo, algún vecino, envenenó y mató a Pinochet.

Después continuamos nosotros, como clan familiar allegados en esa hermosa y cálida ciudad, la costumbre arraigada por mis padres, de poseer nuestras propias mascotas.
Un colega académico de mi papá, Joselo, nos regaló a Pepita Pardo, el nombre le venía puesto porque había sido de otra persona y el apellido, se lo puso mi papá en honor al amigo Joselo. Era una perrita quiltra pero con influencias Fox Terrier, que fue el detonante para decidir tenerla, ya que mis padres, años atrás en Chile habían tenido uno de esa raza. Pero Pepita Pardo, era más mala, nos traía a mis hermanas y a mí, saltando de sillón en sillón huyendo de sus mordaces colmillos que gozaban encajándose en nuestros tobillos. No había posibilidad de entrar en una relación menos violenta, mi papá decía que era una mechica original y olía nuestro chilenismo, que obviamente no le agradaba y por eso nos atacaba, por lo tanto, tuvimos que devolverla.

Al tiempo, estando en Ciudad de México arreglando los trámites para  conseguir el permiso para trabajar de mis papás, nos tocó pasar la navidad por allá. Estábamos alojando en la casa de unos amigos chilenos de mis padres, que nos habían dejado su departamento. Ahí fue que mis papás decidieron comprar una perrita de categoría, en una veterinaria con las mismas características. La cachorrita era de raza maltés, muy cara y refinada y estaba recién nacida, a la que bautizamos Quetzal. Era la versión canina de la Serpiente emplumada y por lo mismo, hermosa. Al momento de adquirirla era literalmente una bolita de algodón, tanto por su pequeño tamaño, como por la suavidad de su pelaje, era de color beige, súper cariñosa y lo que más le gustaba era estar en brazos de nosotras, que nos la peleábamos todo el día. De vuelta a casa, a fines de diciembre, invierno en México, como nos habían advertido que esta raza era muy delicada y de cuidados severos, la pusimos en el closet de mi hermana mayor, Pascuala, ahí tenía el calor suficiente para la noche y obviamente las comidas requeridas por ella y recomendadas por el veterinario donde la compramos, pero a los pocos meses enfermó de moquillo ¿o siempre lo tuvo?, no lo supimos, por más que la cuidamos, seguimos las indicaciones, murió rápidamente. De hecho fue la primera mascota, en iniciar la costumbre familiar, de ser enterrados en el patio de la casa, solo que a ella le tocó en el antejardín de nuestra primera, hermosa y fastuosa casa en la calle Bruselas numero 150, de Guadalajara.

Después de esa pérdida, quedamos todos tan choqueados que tuvieron que transcurrir varios años antes de volver si quiera a pensar en la idea de tener mascotas. Años en los cuales, mi hermana menor, Manuela, decidió ejercer acción por derecho a la tenencia de mascotas, convirtiéndose en una de ellas. Todas las tardes cuando llegaba de la escuela, tras dejar la mochila sobre algún mueble, se echaba de cuatro patas al piso y comenzaba a exigir que le dieran su comida ladrando o simulaba que hacía pipi en el patio de la casa, además de ladrar y ladrar con un sonido tan agudo que daban ganas de estrangularla, aprendido por nuestra primera mascota, Pepita Pardo, adquirió la costumbre de lanzarse a los tobillos para morder, cuando sentía que no la estábamos viendo o haciendo caso.

Ante tal presión, entre encantadora e insoportable, mis papás decidieron dar su brazo a torcer y echar a rodar nuevamente a la suerte, con la esperanza que no nos fuera tan esquiva. Solo que esta vez la suerte me sonreía a mí. Ya que a Manuela le gustaban los perros y a mí los gatos y como estábamos recién cambiados a nuestra segunda y última casa en Guadalajara, los amigos que nos la habían pasado, además, nos dieron de regalo el hijo de la gata de ellos. El gatito en cuestión se pasó a llamar Gregorio Orrego, el nombre lo sacamos por el de la calle y el apellido, porque era mi hijo y yo todavía no tenía marido.
Era de color amarillo con rayas naranjas, peludo, de tamaño normal, ojos amarillo intenso y la pupila negra que se abría o cerraba dependiendo lo que aconteciera en el ambiente. Era divino. Lo alimentábamos, según indicación de sus abuelos humanos, con hígados crudos y leche en la primera infancia y después solamente hígados. Era un fuerte y placentero verlo comiéndolos, porque si bien el aspecto del alimento era un tanto asqueroso y más cuando al terminar la comida quedaba con la comisuras de la boca ensangrentada y con uno que otro resto colgante de hígado, pero las rondas por nuestras piernas, los maullidos que daba en agradecimiento, superaban con creces esa imagen. Pese a lo que decía todo el mundo sobre el dormir con gatos, porque te roban el alma y el espíritu santo y que mis papás dejaban a Gregorio todas las noches acostado sobre su caja, éste salía de ahí y se iba al dormitorio de Manuela y mío, para acurrucarse sobre mi cuello, mi cabeza o a veces, en invierno, bajo las sábanas de la cama.

Pero como literalmente tenemos mala suerte en materia de mascotas, al tiempo descubrimos que Gregorio no caminaba con sus cuatro patitas, sino que las de atrás más bien las arrastraba. Lo llevamos al doctor y nos enteramos que al nacer había sufrido poliomielitis y como no lo atendimos a tiempo, porque no teníamos idea, se quedó para siempre arrastrando las traseras, lo cual lo hacía un gato diferente, especial, además de ultra casero y como siempre fuimos un tanto aprensivos como familia, Gregorio nos quitaba un peso de encima.
Y antes que mi Gregorio muriera y con todo lo que estábamos sufriendo como familia con su enfermedad, mi papá decidió que la mejor manera de paliar ese momento, era trayendo a casa algo que nos alegrara y esa fue Quetzal II. Una perrita Coquer Spaniel Americana, peludita, color miel, pequeña, deliciosa, juguetona, preciosa. Obvio que a mi gatito no le pareció tan buena la idea, aunque la Quetzi siempre fue muy consciente de que él era el mayor, que merecía respeto y que como algo raro pasaba con él, no había que molestarlo. En la primera etapa quería jugar con él, pero tras un par de buenos arañazos con las patas buenas, a la Quetzi le quedó claro que mejor que no.

De hecho Gregorio pasaba el día y la noche, acostado sobre una caja en la pieza de la ropa, donde nada lo molestara, yo pasaba las tardes a su lado y después iba a jugar con la perrita.
Lo malo es que las probabilidades que un gato en ese estado sobreviva, son pocas. Así fue como llegó el 20 de marzo de 1980, que tuvieron que inyectarlo para que se durmiera para siempre, porque estaba sufriendo mucho.
Y nos quedamos con la Quetzi II.
Que se convirtió literalmente en nuestra máxima alegría y amor, nuestra mascotita preciosa que nos acompañaba a los viajes por todo México y que cada que se encontraba con unas canillas o nalgas pálidas de norteamericanas, les enterraba los colmillos y después éstas iban a quejarse con mi papá, pero nunca pasó nada y él siempre decía que “la Quetzal era una verdadera antiimperialista”. Así fue como también volvimos a Chile en 1987 junto a ella, en busca de los amigos, la familia, la cordillera, el rio Mapocho y la empanada y como no encontramos nada sobresaliente en ninguno de esos ítems, tuvo que adaptarse al igual que nosotros, a un regreso un tanto fuertón. Hasta que en 1990 tras fallecer mi abuela materna, con lo heredado mis papás compraron al fin, nuestro propio espacio en septiembre y el 3 de enero de 1991, pese a que las instrucciones eran claras “no dejar abiertas las puertas que dan a la calle”, mi papá olvidó ese detalle, Quetzi salió detrás de él, siguió camino a la calle, pasó un auto, se sintió un golpe, la perrita medio voló por los aires, mi papá volteó, la vio tirada en la vereda del frente, fue a recogerla, la trajo a casa, pero estaba agonizando, llamó al veterinario, pero ya no hubo nada que hacer….

En terapia restaurativa, mi papá decidió que lo mejor era tener otro perro idéntico de raza, solo que hombre, así entró a casa El Demonio, que era tal cual su nombre lo dice y que por suerte no duró demasiado junto a nosotros y fue devuelto al infierno donde lo criaron.
De ahí en más crecimos las tres hijas y comenzamos a elegir a nuestras mascotas que han sido puros gatitos: Cuchitril, Escoba, Gremnlin, Facundo, todos muertos y actualmente Topito Tapas y Suki, originarios de Concepción.

Colomba Orrego Sánchez.
Marzo de 2014.

No hay comentarios.: