26 de marzo de 2017

El ruido de las cosas al caer.

Que enteramente poético es este título.

Me decidí a leer esta novel, porque leí por ahí que trataba de un misterio. Y en mi creciente pasión por la resolución de éstos, gracias a mis inspectores, detectives y policías, escandinavos, que acompañaron mis vacaciones veraniegas, sentí que estaba bien sumar en lenguas castellanas.

También me tentó de sobremanera, que fuera el último libro que le compré a mi madre, una incansable devoradora de libros, quién en ese afán buscó e investigó sobre Vásquez y me pidió que se lo trajera, de mis viajes a países donde a la lectura no le pesa el I.V.A.

De hecho, la carga emocional, de adentrarme en la que fue la lectura última de mi madre, cooperó en que lo leyera en tan poco tiempo, no siendo precisamente la lectura veloz, mi característica personal. Aquello de ir encontrándome sorpresivamente con flechas o marcas, que ella anotó, hizo sentir un cierto aire de detective desentrañando los misterios familiares.

La novela de Juan Gabriel Vásquez, "El ruido de las cosas al caer", es realmente hermosa. Tiene un ritmo y una generosa descripción digna de la literatura decimonónica, aquella que con palabras y frases, es capaz de hacerte creer que estás viendo el rincón en el suelo, bajo la sombra, por donde entran las hormigas.  Detalle total de las personas, sus ropas, casa, calles, comida, sensaciones, pensamiento, reflexiones, que se trasladan en gloria y majestad, a la pluma de  Vasquez.

Y a través de ese ritmo y detalle para explicar y lograr que el lector entre en la historia y a veces sienta que es Antonio, otras Ricardo Laverde, Elaine Fritis, Maya Fritis, El Dorado, Bogota, todo eso es lo que viene, al menos para mí, a otorgar la distinción de gran literatura.

Cada frase que sumaba imágenes, sensaciones, páginas y páginas, que sumaban capítulos, me hacía volver a Colombia, a su candencia, calor, verdor y al peligro inminente de la capital de los ´80. No tienen cómo saberlo, pero yo se los cuento, que en 1975, cuando mis padres e hijas (yo), salimos de Chile a causa del golpe y que mi padre fuera exonerado de la U. de Chile, específicamente del Pedagógico, en estricto rigor íbamos a la aventura. En busca de un lugar, otro, para vivir y para que mi padre trabajara. Y lo que se abrió como posible destino, fue Bogotá, Colombia.

Ahí vivía un amigo chileno, de mis padres, casado con una colombiana encantadora y generosa, quienes nos acogieron. Lo que les cuento es lo que más o menos recuerdo, sumado a las historias familiares atesoradas en el tiempo, ya que para esos entonces, yo tenía cinco años y medio de edad y para colmo, llegué a Bogota ardiendo en fiebre a causa del sarampión del que me había contagiado, al parecer, en el barco que nos llevó hasta Guayaquil. Es decir, mucho de realismo mágico, tienen mis recuerdos, pero en ellos atesoro la sensación del cima cálido - caluroso, de la vegetación selvática, de los interiores de Colombia, que en los seis meses que alcanzamos a vivir allá, visitamos, conocimos, viajamos y nos llevaron. 

En esos tiempos, la década del ´70, América Latina se dividía entre los países que próximamente sufrirían golpes de Estado, versus los que serían los encargados de financiar los, por órdenes del alto mando, dígase Nixon. En esos tiempos, como cuenta el libro, Nixon cerró las puertas al comercio ilegal de marihuana, que era México, abriéndose a postulantes nuevos y el elegido fue Colombia. Quienes internaban la droga a USA a través de vuelos ilegales, que aterrizaban en Bahamas y de ahí a Miami y el resto la repartición para los consumidores. Así comenzaron los primeros grupos de narcotraficantes en Colombia y con éstos, las peleas de cárteles, en donde los que pagaban el pato, eran los que no recibían beneficios, tan solo la pronta inseguridad, los bombazos en recintos públicos y por tanto, el ostracismo de la vida social bogotana, quienes preferían reunirse con amigos, amantes, parientes, en sus casas, antes que salir a las peligrosas calles de la ciudad. Después se sumarían los atentados, bombazos y asesinatos, a cargo de sicarios motorizados, que daban muerte a candidatos Presidenciales, políticos influyentes y narcotraficantes enemigos. 

Y en ese contexto es que se desarrolla la historia de "El ruido de las cosas", en donde un profesor universitario, Antonio, por casualidades de la vida, conoce a un tal Ricardo Laverde y tras los acontecimientos vividos juntos, comenzará a hurgar en la vida de aquel hombre y su familia.
No sé si ofenderé a Vásquez, pero en sus descripciones decimonónicas, por lo maravillosamente detalladas, encontré el surrealismo mágico. De pronto sentí que no era una característica sólo propiedad de García Márquez, sino más bien, de todo aquel que le toca nacer y crecer, en países tan coloridos, cálidos, diversos, como México, Colombia. Unos, además por sus orígenes ancestrales, otros por la selva, el clima, verdor, colores, olores y sabores y todos ellos, por esa manera tan sensual, amistosa, amorosa, para relacionarse los otros y los unos. 
De tomar el tinto mientras llueve a cántaros y al mismo tiempo caen patos asados del calor y la lluvia parece una cortina de ducha por lo copiosa al caer. Para después en el decantar, salgan camaleones que confundiremos con lagartijas gigantes y escucharemos el croar de las ranas en el campo o tengamos que zarandear las chalas antes de calzarlas, para que no se aloje en el interior un alacrán, que con el peso de la planta del pie sienta la necesidad defensiva, de picarte su veneno.

El ruido de las cosas al caer, es una entretenida clase de historia sobre la Colombia de los años ´70 al ´90 y pico. Entre ficción, realismo, surrealismo e imaginación histórica, uno entiende tanto de ese país y aprende a quererlo, para no olvidarlo jamás y por supuesto, sentir a través de cada uno de sus personajes, que una es un poquito como ellos, volver a sentir el olor de la humedad, del tinto, de las frutas y las arepas. Como me ocurrió con "La historia de mi vida", de Leonardo Padura, otro cálido literato, que sabe cómo envolver y atrapar, cual droga a su adicto, al lector.

Y al terminar la novela,
en ese silencio que exige oscuridad,
para pensar, sentir, a la novela por completo y por separado,
quedar paralizada, en silencio, 
rememorando a cada uno de los personajes, sus historias únicas y colectivas, 
sentí ganas de leerlo nuevamente. 
Para después y aceleradamente, volver a leer, "Cien años de soledad" y después buscar otros libros de Vásquez y sellar esto con lacre y oro.

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