14 de noviembre de 2010

Estar vivo.

Después que se murió mi Gogo, realmente yo quería morirme, quería morir esa noche para alcanzarlo en el más allá, para no separarnos jamás. Porque de veras que sentía que a mi existencia se le extinguía la luz propia, los ánimos más vitales que permiten amanecer cada día con bríos, impetus, sueños por cumplir.


Para colmo a la madrugada siguiente fue el terremoto y la larga historia. Pero a medida que fueron pasando los días y que mi dolor me tenía completa y absolutamente convertida en un zombie, fui clarificando mis ideas y sentimientos y todos me llevaban a odiarme y odiar todo, todo lo que estaba vivo. Odiaba mi casa por permanecer intacta, al menos podría haberse derrumbado conmigo dentro y así morir. Aborrecía la vida en sí, las plantas, los pajaritos que volvían todos los días por alpiste, a mis plantas que habían sobrevivido al espasmo terrenal y casi parecía que el estremecimiento les había venido de perilla, ya que se tornaban más hermosas, firmes, coloridas, las flores que nunca habían florecido nacieron, las suculentas que crecían de maneras extrañas volvían al redil. Los geranios se llenaban en otoño y después en invierno de flores, de colores nunca antes vistos.


Y mi actitud ante ello, era ignorarlos, no darles pelota, dejarlos a su voluntad, de hecho en veces pasaron varios días antes que los regara. Me daba tanta rabia constatar la belleza de mi jardín, la vida que pululaba en él, mientras mi corazón estaba vacio y mi Gogo yacía 53 centimetros bajo tierra.
Lo primero que me reconquistó y me hacía sentir vil y poco seria en mis lutos, fue la Bugambilia. Mi ensoñada Bugui de 12 años que de pronto en más se convirtió en la luz de nuestro jardín con el esplendor del rojo de sus flores, del verde de sus hojas, de lo picudo de sus espinas. Pensar que la Bugui era el árbol que yo quería plantar en México para echar raíces serias y así vivir para siempre allá. Y finalmente no logró ser y fue en el Chilorio donde vine a echar sus raíces....... aunque no sea el lugar elegido para dejar las mías.


Después poco a poco ha sido este florecer de todo lo que se mantenía tímido.
Los cactus y suculentas de la tina del patio, que simplemente los deje a su suerte porque los odiaba igual que a los otros y que en mi abandono, decidieron enormecerse, embellecerse y gritarme que les echara un ojo. Todavía confieso, que no les tomo demasiado en cuenta, es que fueron una obsesión tan intensa mientras estuvo mi Gogo, que después como que esa energía se fue igual que él.
Pero hoy me descubrí acomodando ladrillos, tablas de madera, para que las plantitas de maceta, crezcan con mayor alegría, nazcan nuevas y más bonitas flores, hojitas, sorpresas coloridas. Y pienso entonces en esto que es ESTAR VIVO, maldita sea. Porque si no lo estuviera, bueno nada ocurriría, pero uno al menos, debería saber MORIR EN VIDA, anularse de forma tal que todas las cosas de la vida que manifiestan vida, no te lleguen. Que no te importe la gente, los pajaritos, las plantas, la Bugambilia, lo que florece, lo que embellece, el resto de los gatitos y perritos, nada, nada.
Porque se supone que cuando desaparece radical, intensa y totalmente la energía de tu vida, de la vida, de mi vida, el mundo debería paralizarse de forma tal que todo lo que observo, huelo, constato-ingrato, no debería ocurrir. Uno debería quedarse sin los cinco sentidos después que se mueren los seres amados y así pasar por la vida, sin saber ni para donde, ni con quien, por qué, para qué.


No puedo agradecer la belleza de las cosas que me rodean, porque todavía me duelen, me duelen al pensar que mi Gogo ensoñado no las puede disfrutar. Resguardarse en la sombra de la Bugui, buscar el fescor de la hiedra, comerse los pajaritos que bajan por alpiste, buscar el calorcito de tantos rincones. No puedo, trato de negarmelo y a veces me resulta, pero en otras como hoy, me descubro en esta cosa injusta de que yo sí esté y tu no.

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