28 de enero de 2012

LIBERTY BAR.

El cuerpo en el piso nadaba sobre su propia sangre.  A los pies, una mujer vestida con una túnica color palo de rosa, sostenía en su mano derecha, un cuchillo con la punta ensangrentada.  La pareja estaba en una habitación de muros empapelados en celeste con blanco, cenefas en la ventana y cortina de encaje negro, un clóset de madera tipo roble de doble puerta y tres cajoneras, acomodado en el rincón de la pieza, al frente un espejo sobre una mesa de patas de madera, en la superficie una tela blanca y encima, ordenados por tamaños y formas un rouge rojo, potes de crema, cajitas con anillos, pulseras y collares; dos vasijas de losa, una con uñas y la otra con pestañas ambas postizas; un set de maquillaje; polvera en tonalidades rosado. Colgando en los extremos del espejo, estolas sintéticas en colores rojo y morado. A un costado de la mesa, un sillón con forma de diván tapizado con motivo florales. En el resto de las murallas, retratos de la mujer, sola o acompañada. Los gritos ahogados de la mujer, atraen la atención del dueño del local y mujeres en trajes de baño de lentejuelas, con plumas en la cabeza, que observan desde el umbral de la puerta.




Dos horas atrás, cuando el reloj marcaba la media noche, Arturo ingresaba al Liberty Bar, ubicado en la esquina de San Diego con Tarapacá. Atravesar el pasillo angosto y oscuro, la yema de los dedos topando los muros a sus extremos, a lo lejos iluminando el lugar, una luz rojiza resplandece y el sonido de una canción llega hasta sus oídos. Mesas de manteles color carmesí, encima una lamparita, cenicero, sillas para dos o tres personas, acomodadas en círculos alrededor del escenario al centro del salón. Una vez ahí tararea el estribillo que le resulta familiar: “she wore blue velvet, blue, blue, velvet…”
Un mesero se acerca hasta él y le pregunta:
- ¿Mesa para cuantos?
- Para uno.


El hombre de blusa blanca, chaqueta negra, humita al cuello y bandeja en mano, lo conduce a una mesa en primera fila, Arturo pide una piscola y se sienta a contemplar el show. En el escenario, una mujer de piernas delgadas y largas, pelo crespo negro, piel alba, labios carnosos en color rojo sangre, luce un vestido negro entallado, escote a la espalda y por delante lentejuelas que brillan por los reflectores. Ella canta el estribillo familiar, de pie frente al micrófono, a penas levanta la mirada, él la mira sin pestañear, pasea la vista por su cuerpo hasta regresar al rostro. La cantante, levanta la mirada topando con los ojos de Arturo. Termina el tema, el público aplaude, comienza otra canción sin dejar de mirarse. Con pasos cortos, un pie delante del otro, moviendo las caderas, baja del escenario, acercándose a su mesa, inclina la cintura, alargando el tronco sobre la mesa, sus rostros uno frente al otro y las miradas fijas. Antes de dar media vuelta y subir al escenario, deja caer un pañuelo cerca de la mesa, Arturo lo toma, huele y mete en el bolsillo de la chaqueta. La canción finaliza, el escenario se oscurece, aplausos, al iluminarse el escenario, la mujer ya no está.




El hombre permanece en su lugar, tomándose la piscola, sin dejar de acariciar el pañuelo dentro del bolsillo de la chaqueta, hace señas al mesero para que le traiga otro trago, el que bebe en sorbos largos, deja unos billetes sobre la mesa y camina a una puerta negra, inaparente a simple vista, cercana a la barra del bar, entra. Del otro lado, un pasillo iluminado por ampolletas amarillas y en los costados una puerta tras la otra, cada una con el nombre de mujer. Sexta puerta a mano derecha, “Cecilia”, golpea con los nudillos una vez, del interior una voz femenina responde:
- Pasa.


La cantante recostada sobre el diván, vestida con una tunica en color palo de rosa, fuma un cigarrillo de boquilla larga y negra. Hace señas a Arturo para que se acomode. Se sienta a los pies del sillón y de ella, comparten el cigarro, Cecilia mira hacia el techo, él a ella.
- Pensé que no te volvería a ver jamás, dijo la mujer.
- Yo también, vine por casualidad. No pensé que todavía cantaras, respondió Arturo.
- ¿Y como quieres que sobreviva?
- No lo sé.
- Claro, como tienes una familia que responde por ti.
Antes de terminar la frase, Cecilia dobla las piernas hasta poner los pies en el suelo, acomodando la espalda en el respaldo del sillón, quedando en el extremo opuesto a él, con la mirada fija en el piso y las manos tomándose la cabeza. Arturo la mira de reojo.
- ¿Por qué dejaste el pañuelo en mi mesa? Pregunta él
- La fuerza de la costumbre. Responde ella.



Él desliza su cuerpo hasta quedar junto a ella, con la mano rosa el brazo de la mujer, acerca sus labios hasta su piel besándole el brazo, sube con la lengua por el codo hasta llegar al cuello, lo lame y besa, el lóbulo, al pretender acercar su boca a la mejilla, Cecilia levanta los brazos dándole un manotazo en la cara:
- Aléjate de mí.
- Yo todavía te amo.
- Tú no sabes amar.
Se levanta del diván, caminando hasta el clóset, a los cajones, abre el del medio y saca algo.
- Mejor va a ser que te vayas.
- ¿Por qué me dejaste entrar?
- La fuerza de la costumbre te dije, pero ahora ándate.
- No, no me iré.
Se levanta y camina hasta Cecilia, quien esconde algo entre sus manos, detrás de la espalda. Trata de besarla, ella esquiva la boca, de abrazarla, pero levanta los brazos, en una mano un cuchillo, lo empuja:
- Ándate o te mato.
- No te atreverías hacerlo.
- Pruébame.


Arturo vuelve a aproximarse a ella, cuchillo en mano lo amenaza, él da otro paso, ella levanta el cuchillo, otro paso más, la toma por la cintura, aprieta su cuerpo delgado contra el suyo, con una mano toma su cara y la besa. El brazo con cuchillo empuja a Arturo, él se acerca y la vuelve abrazar, ella clava el cuchillo en su espalda. Arturo permanece unos instantes adherido al cuerpo de ella, lentamente comienza a resbalar al suelo. Cecilia mira el cuchillo, en su mano, con la punta ensangrentada, después hacia abajo donde está Arturo desangrándose, gritos ahogados salen por su boca.


Enero 2012.

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