5 de abril de 2012

Sus muertos.


Salió temprano a comprar el diario, regresando antes que el resto despertara, volvió a su habitación, se sirvió té en la taza del velador, abrió las sábanas de la cama, se introdujo, el diario junto a él, al cual extendió sobre el cubrecama, tomó unos sorbos de la agüita recién servida e inició la lectura. Una revisión somera por los cuerpos del diario, a veces deteniéndose en alguna noticia relevante, aparto el crucigrama y mientras revisaba la lista del obituario, como venía haciendo desde hacía algunos años, se topó con el siguiente aviso: “Hijos, nietos y nueras, damos el último adiós a nuestros queridos Antonio y Teresa. Los vamos a querer por siempre”. De un salto salió de la cama, tomó sus enseres de aseo rumbo al baño, sacó chaqueta y pantalón de sastre y una vez lustrado los zapatos y guardada la billetera en el bolsillo de la chaqueta, partió a la calle.

Los cirios alumbraban el lugar. El aroma a flores de azahar e incienso dominaba el ambiente. Atravesó el umbral, se arrodilló y persignó. En un costado estaba la fuente bautismal, metió los dedos de la mano derecha, los mojó y aprovechando la humedad de éstos volvió a persignarse. A paso lento caminó por el pasillo, en el lugar solo estaban las flores blancas, dispuestas en el principio de cada fila de asientos, los cajones dispuestos en el altar y la figura de Cristo. Se aproximó a los ataúdes, dejó entre los dos, un enorme ramo de varios colores y alargando los brazos tocó la superficie de madera de los féretros. Se acercó a cada uno, abrió la tapa delantera dejando los rostros, tras el vidrio, al descubierto, los besó, dijo algo en susurros. Volvió a arrodillarse frente al altar, persignarse, para retroceder hasta los asientos junto a la puerta, sentarse y esperar.

Un rato antes de la hora, las luces se encendieron, los rayos del sol filtraban luz a través de los vidrios de colores en ventanas y techo. Desde un costado, surgió un hombre vestido con tunica blanca, bufanda de seda en color morado y con dibujos de cruces cosidas en hilos color oro. Levantando la túnica se arrodilló frente al altar y se persignó. Al pararse, lo ayudó un niño de unos 10 o 12 años, al que le sobresalían los zapatos negros bajo un vestido color ladrillo y sobre éste un delantal blanco. Se acercaron al altar, sacando de una cajita a espaldas suyas, una copa dorada, una pequeña pieza de tela, con la que el señor frotó el interior de la vasija dorada y después le vertió un líquido rojizo. Mientras,  el niño ele pasaba un plato metálico con algo en su interior. El hombre lo tomó y dejó junto a un libro, al que colocó sobre un atril pequeño de madera.  Mujeres y hombres vestidos en tonos oscuros o negro, con flores en las manos, entraron al lugar. Tras dejar los ramos en el altar, cerca de los ataúdes, iban acomodándose en los lugares disponibles. La primera fila, tanto por izquierda como por derecha, la ocupa la familia.

Tras la misa, uno de los hombres sentados adelante, subió al estrado, leyó los salmos indicados y entre pausas, palabras entrecortadas y algunos carraspeos de garganta dijo:
- En este día soleado y hermoso estamos despidiendo a nuestros queridos Teresa y Antonio, padres, abuelos y yernos. Una pareja maravillosa, cariñosa.
Mientras el hombre hablaba, un jovencito ubicado también en primera fila, giró la cabeza hacia atrás, mirando a la gente, así como los vidrios de colores del techo, las figuras de los muros, las flores colocadas a lo largo del pasillo, hasta que su mirada se clavó en la figura delgada, de piel ajada y pelo negro, de la persona al final de la iglesia. Lo miró fijamente hasta que lo hizo mirar a los lados y después al suelo. Cuando el sacerdote, que estaba en el altar, indicó a los asistentes levantar los cajones, el jovencito se deslizó por entre la gente, hasta llegar donde estaba la persona observada:
- ¿Usted es el tío Jerónimo?
El hombre no contestó.
El jovencito alargó el brazo para tomarle la mano, intento que fue rechazado. De pronto, el lugar se llenó de gente acompañando los féretros hacia la puerta, el joven volteó a mirar a su acompañante, pero éste ya no estaba.

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