15 de junio de 2017

Atila.

También es un gatito negro,
pero en vez de cinto alrededor del cuello,
una manchita blanca lo decoraba,
le decíamos que era nuestro "meserito"
y que con ese maullido tan característico y agudo,
haría fama y fortuna atendiendo mesas.

Y un día lo encontré dormido en la calle,
a pasos de la vereda que conduce a la casa,
lo vi desde lejos,
sería por lo negro, porque era largo, delgado, negro. Negro azabache decían algunos
y estaba ahí dormido en la calle,
me acerqué a él,
lo llamé por su nombre "Atila" "Atilita minino despierta, vamos para la casa".

Pero no despertó,
lo tomé en brazos,
no volví a escuchar voces,
no sé cómo crucé la calle,
no recuerdo ni caras, menos a los autos,
crucé con mi peso gato,
caminé por la vereda hasta llegar a la casa,
entré y te puse sobre la mesa del comedor.

Ese instante en el que entonces entras en razón y sabes lo que pasó,
no dices las palabras, sólo las piensas,
él ya no está dormido como otras veces,
como cuando lo descubría y le hacía cariñitos en la frente
y él ronroneando se contorneaba mostrándome su dentadura blanca y filosa.

Y pensé en qué hubiera pasado si no lo veía,
si decidía caminar por otras calles y no por esa
y si, y si, y si.
¿Por qué se atormentará uno con esos pensamientos en esos momentos de dolor?
Ahí estaba mi Atilita, dormido para siempre,
pude encontrarlo,
traerlo,
guardarlo en el horno,
mientras partía al trabajo
y al regreso,
pensar en dónde enterrarte,
para que de ese triste día en más,
ronronearas desde dentro de la tierra
y quizás al regar el patio,
si agudizaba el oído,
volvía a escucharte....

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