5 de octubre de 2011

Para mis muertos amados.

De fábula.



Todas las noches lo desenterraba para ir a dormir. Abrir la cama, acostarme de lado y arrastrarlo hacia mi estomago, entre las piernas flectadas y el pecho. Acariciando sus patitas, sentir el olor de sus pelos fríos y mojados hasta quedarnos dormidos. Y antes que el cielo se tornara completamente luminoso, envolverlo en la funda de la almohada, depositarlo en el agujero del patio, bajo la bugambilia.


La abuela Marta fue la que me dio la idea, dijo que si estaba muy triste por su ausencia, no lograba resignarme, el verdadero amor lo aceptaba todo, incluso estados de descomposición. Ella sabía lo que decía. De chica como de seis o siete años, vivía en el campo con su familia, cuando su hermano mellizo murió de sarampión y fue tal la tristeza que reinó en casa, que la mamá lo sacaba todas las noches del féretro, para dormir con él y mi abuela. Después cuando llegó el momento de enterrarlo, le exigió a su marido que lo dejaran donde estaban los árboles frutales y que construyera una capilla cerquita suyo, cosa de que en las noches de invierno, no se enfriaran a su lado.
Eso si que no era cosa de llegar y desenterrar a lo tonto, porque en los veranos que mi familia pasaba en el campo, entre los primos y mis hermanos, nos dedicábamos a buscar animalitos muertos para enterrar y después sacarlos de noche, pero no pasaba nada. De hecho cuando se murió el perro del capataz, presenciamos el entierro y al finalizar el verano, cavamos su tumba pero sólo había restos de cráneo, no le quedaban pelos, los orificios de los ojos estaban repletos de gusanitos blancos y no se veía de dónde agarrar para sacarlo del agujero.


Ahí fue que mi abuela nos contó sobre los tipos de muertos que existen: los que se quiso realmente, esos de los que ni su sombra se recuerda y de lo cerca que podemos mantenernos, cuando el vínculo es sincero.
Las primeras historias provocaron noches de desvelo y pesadillas, nuestros papás no se explicaban por qué insistíamos en dormir con las luces de la pieza encendidas, la puerta abierta por completo y en cambio, la ventana cerrada con el pestillo puesto. Es que la abuela nos había advertido que al sacar al muerto equivocado, por quien no te unía nada, éste permanecía durante un buen tiempo buscando a sus usurpadores y si los encontraba, como era más viento que materia, entraría por la ventana, siempre de noche, porque los muertos son como los vampiros y no soportan la luz del sol y como están enojados, las posibilidades de venganza son muchas.


Nuestro primer muerto, con quien nos unía un vínculo profundo y a quien lloramos muchos días, fue el abuelo Domingo, marido de Marta. Ella nos consoló durante varias noches, las mismas que lo velamos en su casa. Y fue la noche que murió, cuando ya lo habían metido al cajón, que le pedimos a la abuela que nos ayudara a sacarlo, pero nos dijo:
- No todos los muertos quieren seguir vivos, queridos míos.
- ¿Cómo?
- Así es, el abuelo Domingo ya estaba cansado y quería irse, creo que si lo sacamos del ataúd, no se va a poner contento.
- Pero es que si no lo sacamos lo perderemos y lo vamos a echar de menos.
- Yo también, pero cuando uno saca el cuerpo de su viaje, también hay que saber si la muerte sucedió por accidente o porque ya era hora, como en el caso del abuelo.


Pasó el tiempo, de hecho bordeábamos los 15 años, cuando decidimos que era momento de dar nuestro examen en conocimientos mortuorios. Y aunque existían algunos descreídos, el reciente fallecimiento de nuestro primo Andrés, a sus tiernos 30 años, de alto impacto en la familia, nos decidió a recuperarlo. Según dicen las malas lenguas, el primo se había suicidado, no con pistola, ni tomándose alguna pócima repugnante, sino ahorcándose en las vigas de su casa. Claro que esa versión nunca fue aclarada en los almuerzos familiares, más bien eran cuchicheos bajo la mesa o comentarios al aire cuando los mayores estaban pasados de copas.
Elegimos la segunda noche de velación, para llevar a cabo el plan. No le contamos nada a la abuela Marta, porque tampoco estaba en ánimos para prestar ayuda. Tuvimos algunos peros, como el exacerbado catolicismo de mis tíos, que decidieron velarlo en la capilla de una iglesia, en vez que en casa, la cual a las 2 de la mañana cerraba sus puertas a la familia. Tuvimos que escondernos y esperar la noche en la capilla.


Otro inconveniente fueron los 2 metros de altura del fallecido, versus el metro 70 con el que contábamos. Antonio, mi hermano, fue el elegido para encaramarse en una silla y abrir el cajón. Curiosamente, dentro del féretro había un aroma perfumoso, las manos de mi primo estaban amarillas en contraste con el blanco de su cara, de hecho sonreía. Inclinado sobre él, lo levantó por la cintura, jalándolo hacia el borde de la caja, mientras nosotros lo tomábamos por los brazos y hombros. Una vez con las piernas y pies en el borde, ayudamos a cargarlo y ponerlo en el suelo, pero la cabeza llegó primero al suelo, golpeándose. Con la cabeza acomodada, mirando hacia el techo, se había hecho una herida en la frente y le sangraba.
Nos sentamos alrededor suyo a esperar. La abuela nos había dicho que no era necesario hacer contacto físico con el cuerpo, de todas maneras entre todos lo tomamos de la mano. Inmóviles y en silencio repartíamos miradas entre nosotros y el primo. El cuerpo se movió, mi hermano Antonio dijo:
- Es un estertor propio de los muertos.
Las rodillas se doblaron, para estirarse después. Sacamos las manos con un grito ahogado. Andrés abrió los ojos y se sentó.
Antonio dijo:
- ¿Eres tu realmente?
- ¿Quién si no?
- ¿Eres Andrés Santelices?
- El mismo que viste y calza.


Tenía hambre y sed, le contamos lo que había pasado, lo que hicimos.
- Gracias chicos.
- Ahora tenemos que ver manera de salir de aquí – dijo Antonio.
- No, yo quiero continuar muerto.
- ¿Pero cómo? ¿Por qué?
Contó que efectivamente se había colgado de las vigas de su casa, que estaba harto de su vida, no tenía ánimos. Habló de depresión y de las cosas que sienten y piensan los que están en esos estados.
- Estoy cansado, ya no quiero luchar más por tener la vida que soñé para mí.
En los papeles que envolvían los ramos de flores, escribió una carta para sus padres. Volvió a meterse en el féretro.
- Cierren la puerta del cajón y váyanse.
Cuando regresamos a la capilla, al día siguiente, Andrés estaba pálido tirando a azulado y de la herida en la cara, ni señales. Metimos la carta en la cartera de su mamá. Meses después le contamos a nuestra abuela lo que habíamos hecho y nos maldijo:
- Son unos hijos del demonio!! No respetan el dolor de nadie!!


Finalmente el día anterior al terremoto de 1985, regresaba del veterinario con mi gato, el doctor había dicho que la operación fue dificilísima, que las esperanzas de vida eran pocas –palabras esperanzadoras de matasano-. Lo acomodé en mi cama, los ojos le habían quedado abiertos y vidriosos, traté de cerrarlos sin resultado. Era fines del verano, el viento cálido entraba por la ventana y los pelitos se le levantaban. Su cuerpo estaba ovillado, me acerqué, apoyé mi mano sobre su guatita y no se levantaba. Había muerto.
En el patio, bajo la bugambilia, cavé el agujero y lo metí.
Pasado el terremoto, mientras el cielo explotaba en luces rojas y amarillas, fui a desenterrarlo. Abrí la cama, lo puse en un extremo, me metí por el otro lado y lo arrastré hacia mí, apretándolo entre mis piernas flectadas y el pecho. Estaba frío y mojado, la tensión del cuerpo impedía abrazarlo. Hasta que despertó, alargó sus patas traseras y delanteras, bostezando. Se volteó para quedar pegado a mí. Nos quedamos dormidos. Con los primeros rayos de luz entrando por la ventana, lo envolví en la funda de mi almohada y lo llevé al agujero bajo la bugambilia, hasta la próxima noche.

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